sábado, 2 de abril de 2011

Solemnes

Los viejos que estaban pateando al pibe habían bajado sonoramente por las escaleras.

Tenían palos, escobas, hasta había uno con un pequeño cuchillo en su mano derecha.

Eran tres, pequeños, una mujer y dos hombres.

La mujer tenía un porro de marihuana en sus labios, ardiendo. Tendría unos setenta años, ropa de turista y borceguíes azul francia. Era la más violenta, no paraba de sacudir su escoba sobre la espalda del niño que se retorcía en el piso.

Uno de los hombres tenía un vestido negro, de esos de fiesta familiar de sábado por la tarde, y una vincha en su pelo gris que lucia como un trapo de piso que hacia años estaba tirado sobre su cabeza. Era el del cuchillito, con el escindía la frente del joven con inscripciones tales como “truhán” y “veneno”. El que quedaba miraba toda la escena y se babeaba, era el mas anciano, parecía eterno, un Matusalén suburbano, enloquecido y vil. Relojeaba por entre unos gruesos lentes la situación y parecía calentar motores para dar el golpe de gracia con un madero redondo y negro que tenia entre sus añejas manos. La vereda de esa calle era un infierno bello, dantesco a más no poder y elevado a los cielos de la ultraviolencia senil. El pibito no paraba de recibir golpes, se tomaba la cabeza, la espalda y las piernas, todo en una veloz y repetitiva acción. Gritaba. Escupía sangre. Lloraba. Tenia una camisa verde agua que se estaba convirtiendo de a poco en un harapo grisáceo, entre la mugre de la vereda y su sangre.

La vieja del porro ardiente se estaba quedando sin escoba ya, se deshacía en sus manos, convirtiéndose en astillas que quedaban en el piso y el cuerpo del pobre niño. De pronto el mas anciano, el que se babeaba, que ya se había orinado encima también, pego un grito tremendo, como un relámpago: “Basta ya!!! Salgan!!! ……..Que ahora es solo mío !!!!!”

Su voz era nueva, jovial, fuertísima, hacia dudar de la realidad horrible que mostraba.

Elevo el madero redondo por sobre su cabeza, se arrodillo junto al joven, que aun era golpeado ya débilmente por la vieja de los borceguíes azul francia y con un golpe certero, seco y endiablado, le partió la cabeza al pequeño. Se escucho un ruido como de un pomelo estrellado contra una pared, y un pequeñísimo quejido de muerte. El ancianisimo se levanto a duras penas, contemplando la masacre, sudado, meado y aturdido. Sin decir una palabra, los tres viejos subieron las escaleras, ayudándose entre ellos, a duras penas, con una sonrisa radiante en sus caras. El viejo del cuchillito dijo: “Solemne será tu madre, pendejo desubicado…….” Y escupió el piso mientras se acomodaba el vestido.

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